El origen del trastorno

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Con 17 años, tus mayores preocupaciones hasta ahora han sido encontrar un lugar agradable en la jerarquía social adolescente y gustarle a la chica de la que estás enamorado.

Un día, de camino a casa, aparece en tu mente algo que te preocupa. No sabes porque, pero pasas un buen rato dándole vueltas, y sientes que te asusta que pudiera volverse real. No deberías darle tanta importancia, pero te resulta imposible sacártelo de la cabeza.

No puedes permitir que eso ocurra, así que decides hacer algo para prevenirlo. Algo que te tranquilice, porque, la verdad, estás comenzando a sentirte bastante angustiado. Así que se te ocurre una acción, un ritual, que de algún modo podría protegerte de que pase nada malo. En tu cabeza encuentras cierto sentido a que vaya a funcionar.

Una parte de ti cree que no hay fundamento racional que sostenga esto. Repetir palabras, cerrar la puerta varias veces hasta sentirse tranquilo, gesticular con tu cara, o subir los bordillos con el pie adecuado. ¿Como alguna de estas cosas podría determinar que algo ocurra o no en el futuro? Pero te encaja, por algún motivo crees que funcionará.

Y no lo piensas mucho más, porque lo cierto es que ahora, tras haberlo hecho, te sientes mucho más tranquilo, y eso es todo lo que importa. No eres culpable por no planteártelo. Solo quieres sentirte bien, y has encontrado el modo.

“Uf, que malos cinco minutos he pasado.”

Pero te olvidas pronto y sigues con tu vida.

Entonces, la semana siguiente, algo ocurre y despierta de nuevo el miedo en ti. Aparece en tu mente y se pega a ella como una sanguijuela. No puedes dejar de prestarle atención, molesta. Sientes que te angustias, y quieres dejar de pensar en ello. Pero como más lo intentas, más atento estás a si sigue ahí o no.

Y sí, sigue ahí.

Así que recuerdas lo que hiciste la última vez, tu ritual. Lo haces y te relajas al instante. Menos mal.

La próxima vez sucede solo tras un par de días. Vuelve el miedo, vuelves a pelearte con él y llevas a cabo tus acciones para calmarte.

Procuras que nadie te vea, porque sería raro, lo sabes. Comienzas a darte cuenta de que algo extraño te está ocurriendo.

Te quedas a gusto cuando lo haces, pero al día siguiente vuelve a aparecer. Ya sabes como relajarte, pero al cabo de un rato vuelve. Y tú tienes que seguir alerta y realizar sin falta tu ritual, porque como no lo hagas, quizás todo se vaya a la mierda. Y sería tu culpa, cuando habiendo podido evitarlo, no lo hiciste.

Así que, diligentemente, cada vez que aparece el miedo obsesivo en tu cabeza, y la opresiva ansiedad se apodera de tu respiración, actúas para deshacerte de esa angustia.

Lo que al principio funcionaba bien, ahora solo surte efecto unos cuantos minutos. Ya no vale con hacerlo una vez, necesitas varias para calmarte. Y ni siquiera así, porque el miedo sigue volviendo.

Pruebas nuevas estrategias, que funcionan al comienzo, pero pierden su efecto con el tiempo. Y tu te ves obligado a repetirlas incesantemente, porque esa es la única forma que conoces para protegerte del malestar.

Lo que antes era un miedo, se convierte en muchos más. Comienzas a estar asustado todo el rato, por cosas que jamás antes habías pensado. Vas hundiéndote cada vez más en ti mismo, alejándote del mundo exterior, perdido en el ciclo sin fin en el que has quedado atrapado.

Obsesión, compulsión.

Pero tú no sabes lo que es eso. Solo sabes que sufres, y no entiendes como has terminado así.

“¿Porque a mí?”

“Me estoy volviendo loco.”

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